Hace algunos años que no viajábamos en avión en familia. Estábamos entusiasmados con las vacaciones que habíamos planeado y para las cuales habíamos anticipado a nuestro hijo Juan José, un joven con autismo de 20 años. Todo iba muy bien hasta que, por razones que aún no comprendemos, algo le molestó emocionalmente y no pudo manejar la situación.
El tiempo de espera en la sala fue corto; sin embargo, como en otras ocasiones, tuvimos que enfrentar las miradas de extrañeza y curiosidad que revelan el desconocimiento y la falta de comprensión de quienes no están familiarizados con estas situaciones que algunas familias afrontamos. Los primeros minutos del vuelo fueron de preocupación y, en mi caso, de angustia, al no comprender completamente lo que le estaba sucediendo a Juan José, ya que él estaba muy entusiasmado con su viaje.
Transcurridos algunos minutos durante el vuelo, le hablamos y le dijimos que no pasaba nada, que llegaríamos a nuestro destino a las 9:30 de la mañana. Ya habíamos notado que él estaba algo nervioso; su respiración era más rápida de lo normal, al igual que los latidos de su corazón. En resumen, estaba quizás asustado o nervioso, como cualquier persona puede estar al viajar en avión, pero su forma de manifestarlo era diferente. Poco a poco se tranquilizó, y el viaje terminó bien para todos.
Al llegar al hotel y al ver que nuestro registro se haría en las horas de la tarde, decidimos salir a caminar un poco. Como íbamos a una ciudad donde ya habíamos estado en otras ocasiones, él, muy feliz, nos condujo a un sitio que en ese momento pensamos que le gustaba y recordaba. Minutos después, llegamos al destino de Juan José: el hotel en el que nos habíamos alojado en ocasiones anteriores. Le explicamos que esta vez no nos quedaríamos allí, pero él insistía.
Al regresar al hotel donde teníamos la reserva, él quería ir directamente a una habitación, lo cual aún no era posible. De alguna manera, la situación vivida en el aeropuerto se repitió. Sin embargo, ya en el hotel, teníamos la posibilidad de solicitar que le permitieran disponer de su habitación. Después de exponer la situación y tras un tiempo, logramos que el coordinador de alojamiento nos apoyara en nuestra solicitud.
Comparto nuestra experiencia como familia, ya que sin duda nos ayuda a comprender la forma de ser de nuestros hijos. Aunque vivimos su día a día, a veces nos encontramos con cambios inesperados. No hubiéramos imaginado que Juan José estaría angustiado o nervioso por el viaje, ya que las veces que habíamos volado, siempre lo disfrutó. También, como en otras ocasiones, lo anticipamos y no evidenció nada diferente a su alegría y deseo de viajar.
Con respecto al hotel, Juan José suele asociar la ciudad a la que viaja con un lugar y la habitación en la que se quedó la primera vez. Parece que esto le proporciona seguridad. Por eso, tratamos en lo posible de ofrecerle otras opciones para que comprenda que no siempre se puede ir al mismo lugar o la misma habitación, así como todo lo que implica salir de vacaciones.
Después de este primer día algo difícil, confirmo una vez más que el día a día con nuestros hijos es un aprendizaje constante. Comprender lo que no se dice o comunica, pero se siente, nos frustra y nos hace sentir impotentes. Aunque como familia damos todo, a veces nos sentimos solos, y nos falta una sociedad dispuesta a apoyar y comprender, que vaya más allá de una mirada intimidante, juzgadora o señaladora.
A las familias nos toca tener buen pulso, buena letra y, sobre todo, resiliencia y resistencia, sin olvidar que la participación de nuestros hijos está mediada por apoyos, ajustes del entorno y una sociedad que comprenda. Pero, sobre todo, debemos tener la certeza de que su vida en la comunidad es un derecho.